ÍNDICE/PRESENTACIÓN
PARTE I: ANTECEDENTES Y ORÍGENES DEL BARRIO BOHEMIO
Los orígenes de un barrio encantado
El barrio bohemio de Mapocho según Subercaseaux, Bunster y Acevedo
Cuatro edificios particulares en la gestación del Mapocho "recreativo"
Influencia de gremio periodístico en el origen del "barrio chino" de Mapocho
Los estudiantes y el público juvenil
Distribución y características de la vieja bohemia mapochina
Principales localizaciones en el "barrio chino" (1920-1960)
Sobre la bohemia diurna en Mapocho: la Asociación de Estudiantes Católicos
Acápite sobre el guachacay y la coctelería propia del barrio
Los pequenes tenían el sabor de la noche
PARTE II: LA EPOPEYA DE BARES, RESTAURANTES Y BOÎTES
El caso del Guatón Bar entre los boliches pioneros
Un club de baile y centro político: el Bar y Restaurant Pedro Donoso
El Café Glanz de los universitarios
Un emblema solemne llamado Teutonia
El Jote, o el bar que voló lejos
El restaurante Verdejo de calle Zañartu
La heroica semblanza del Hércules
El sabroso brillo de La Estrella de Chile
El restaurante del Profesor Topaze
Como en Venecia, pero en Mapocho...
El glorioso vuelo del cabaret Zeppelin
Dos esplendorosas vidas para el Zum Rhein
Navegando por el Valparaíso del Huaso Adán
Dos centros alemanes en el imperio de Mapocho
La pequeña Italia del restaurante Regina
La Pensión Los Sports en los años veinte
Bailables interminables en el Shangay
Celebrando de amanecida en La Cabaña
Memorias varias de la Hostería Antoñana
El Sansón del clásico vecindario junto al Mercado
Una fuente de soda con peluquería en Bandera 814
Su majestad, El Rey del Pescado Frito
El Restaurante Patria: la casa del ciervo y el venado asados
El Café Ochoa de Puente esquina San Pablo
Las noches luminosas del American Bar
PARTE III: EL HOMO MAPOCHENSIS Y SUS PERSONAJES
Los brindis de un poeta trágico y maldito
Los cofrades del Teutonia: cuando las rebeldías buscan refugio
El hechizo de la Orquesta de Damas Vienesas
Rojas Jiménez, o el viajero de la lluvia y la muerte
Las juveniles trasnochadas de Juan Uribe-Echevarría
Humberto Tobar: el "Negro" que nunca dormía
El rufián Eulalio y otros maleantes del "barrio chino"
Las aventuras ribereñas de Mister Huifa
Algo sobre el penoso oficio de las copetineras
Andrés Sabella y la Logia del Tango
Jorge Salazar: otro personaje de las noches olvidadas
Las juveniles trasnochadas de Juan Uribe-Echevarría
Osnofla, el desairado bufón con tragedia propia
SOBRE EL CONTENIDO DE ESTE SITIO
Barrio Mapocho es algo así como el cofre de un tesoro pirata: se sabe que existe, despierta tentaciones y muchos lo buscan… Pero ya nadie lo encuentra. Para peor, ha cambiado tanto su aspecto en el último siglo -para bien y más para mal- que los mapas hacia la cruz señalando al enterramiento de sus gemas culturales o doblones históricos escasamente pueden servir ya.
Por aquellas razones, si alguien quisiera salir a rastrear vestigios de lo que fue alguna vez el divertido y alegre “barrio chino” de Mapocho, ubicado en la última cuadra de calle Bandera llegando a la estación de los ferrocarriles, probablemente nada pueda reconocer en las coordenadas donde esperaba hallar algo. Es la triste verdad.
Sin embargo, muchas huellas están allí presentes, todavía: escondidas y profanadas, pero están; sólo hay que saber interpretarlas e identificarlas.
Los santiaguinos se acostumbraron a ver esas riberas en permanente desgracia y decadencia, diríamos que a lo largo de casi toda su historia urbana, partiendo por sus hermosos puentes coloniales destruidos, como sucedió con el Cal y Canto en 1888, magnífica obra del corregidor Luis Manuel de Zañartu que hoy sobrevive sólo como algunas ruinas dispersas y topónimos señalados en estaciones del Metro, restaurantes y tiendas locales. La gente también aprendió a aceptar una domadura a medias de este río que, varias veces en la historia de su convivencia con los capitalinos, se salió de madres destruyendo con sus turbiones a esos mismos barrios: fuera en la “Gran Avenida” de 1783 o en los catastróficos desbordes de 1982.
Generaciones de ciudadanos crecidos entre terremotos y demoliciones, de esa manera, se habituaron a observar barrios como el de Mapocho obviando y apartando de él todos los recuerdos que le daban autonomía, atractivos o razones para participar de ellos, pues todo lo que no sea monumental en él, digno de declaratorias de protección, parece condenado a perecer: los neones de Aluminio El Mono ya apagados, los antiguos hoteles derribados o atrofiados, viejos burdeles evaporados del plano, tranvías penando como fantasmas, trenes extraviados en las estaciones del tiempo y calles convertidas en un infierno de calzadas anudadas o cruces destinados a facilitar más aún la pesadilla del transporte vehicular y colectivo, no así el tránsito a pie del hombre libre.
Hasta las viejas pérgolas y ferias del lado veguino, dispuestas en los años cuarenta casi al mismo tiempo de la creación del mercado de La Vega Chica en los ex galpones de tranvías, pasaron también por la picota feroz y fueron transformadas en nuevas instalaciones. Hoy son más modernas y bien integradas al igualmente renovado Mercado Tirso de Molina, definitivamente, pero ya pocos saben o se interesan en saber que este conjunto se ubica en donde estuvo antes la Plaza de los Artesanos con sus ferias de cachureos (el primitivo “mercado persa”) y el olvidado centro de espectáculos del Luna Park, con un musicalizado Jardín de Danzas, carpas de circos y números artísticos en vivo al borde del río.
Sin embargo, la percepción engaña, lo sabemos: barrio Mapocho alcanzó un extraordinario esplendor entre las décadas de los veinte y parte de los sesenta, recordado aún por sus sobrevivientes. Incluyó en su cariz la acaso más poderosa concentración bohemia que se haya visto en la ciudad de Santiago y de la que hoy tenemos sólo tenues imitaciones, tal vez sólo reflujos. Mas, no hay olvido suficientemente cruel como para revertir la realidad de aquel pasado en el barrio, por ignoto que sea esto en el conocimiento colectivo actual.
Siendo dolorosamente francos, se entendería que nada se parece ni se parecerá a la leyenda olvidada del evaporado “barrio chino”, incluso contando con la riqueza de la oferta cultural de nuestro tiempo y el desarrollo comercial del abanico de entretenciones disponibles. Y es porque aquello que hoy identificamos con orgullo como la bohemia de Santiago, no luce más que como una mera propuesta comercial de diversión nocturna, comparado con clásicas gestas como fue la mapochina y su peso patrimonial. Lo que tenemos disponible en la ciudad de nuestros días, entonces, se ve más como una recomposición post caída de la actividad de la noche, esa que recibió su remate mortal en los años de peores restricciones a la reunión y toques de queda, arrojando un resultado que no llega a rivalizar en los memoriales con lo que hubo ayer en aquel sector de nuestro interés, por divertida, segura y atrayente que sea hoy.
Aun apartando romantizaciones e idealizaciones, todo diagnóstico objetivo y serio que ose comparar las atracciones ambientales del viejo “barrio chino” de Mapocho, no puede llegar a ser complaciente con lo que se vende como vida nocturna en nuestro turno generacional: propuestas al día que palidecen con lo que tuvo la ciudad en aquellos callejones y laberintos a orillas del río.
Más aún, podríamos decir -con mayor precipitación- que los barrios de Plaza Ñuñoa, Bellavista, Bellas Artes, Suecia o avenida Brasil sólo se acercaron con timidez a lo que ocurría antaño en vecindarios santiaguinos como Mapocho, Estación Central, San Diego o la “Broadway” de Estado con Huérfanos, con sus enjambres de bares, cabarets, teatros y boîtes concurridas por literatos, poetas, pintores y periodistas que se fueron a la tumba con esa época. Entre ellos: Pablo Neruda, Oreste Plath, Lalo Paschín, Isaías Cabezón, Francisco Coloane, Daniel de la Vega, Luis Emilio Recabarren, Andrés Sabella, Alberto Rojas Jiménez, Diego Muñoz, Nicomedes Guzmán, Teófilo Cid, Pablo de Rokha, Miguel Serrano, Rafael Frontaura, Osvaldo Rakatán Muñoz, Tito Mundt, Renato Mister Huifa González...
En calle Bandera particularmente, eje del “barrio chino” entre San Pablo y General Mackenna, hubo un culto a la diversión expresada también en todas sus formas: gula, bebida, música, espectáculo, juegos, sexo furtivo, bailables y fiestas de trasnochada. Una tempestad de diversiones y carnadas para la entretención popular, desatada en cada claro de luna y a veces también a plena luz del día.
Pero también hubo allí frecuentes peleas a mano o justas armadas que cobraron la vida a muchos mártires de la noche. Fueron varios los caídos que conoció la bohemia de esas cuadras, de hecho, motejadas con el jocoso apodo de “barrio chino” precisamente por sus nieblas, oscuridades y peligros.
Los intelectuales que desplazaban pies y espíritus en aquel cuadrante o sus márgenes compartían hábitat también con rufianes casi legendarios de esos años. Por sus calzadas y aceras transitadas hasta la amanecida, además, rebosaba un fuerte comercio de sopaipillas, mote con huesillos, pan amasado, tortillas de rescoldo, pequenes y huevos duros. Algunos vendedores de comistrajos vivieron la épica casi completa, presentes hasta los últimos estertores de vida del barrio. Y a toda la fauna variopinta se sumaban gañanes, cuidadores de autos, copetineras, prostitutas o sus chulos, en una combinación bastante explosiva.
La misma tentación bohemia y hosca salpicaba incluso hasta calles como Balmaceda, Amunátegui, Teatinos y la ribera chimbera al otro lado del Mapocho, pues la fuerza gravitatoria de la noche hacía caer a todo en la órbita del barrio de alegre, con sus adoquines reflejando las luminarias de aquellos perdidos bares, clubes, cafés, salones de baile, billares y fuentes de soda. Ni la lluvia espantaba a los vividores que llegaban en rebaños, pastoreados por los más destacados personajes de sus respectivos círculos y períodos. Para los que vivieron en las pensiones del sector, además, gran parte de sus vidas transcurría completamente en el vecindario, sin necesidad de alejamientos o grandes ausencias.
En muchos aspectos, entonces, el barrio bohemio de Mapocho semejaba más bien un enclave porteño instalado por la magia social en pleno Santiago, carácter reforzado con la energía vital de la estación de ferrocarriles y los buses de las terminales. Fue lo más parecido a la actividad de Valparaíso que podía encontrarse en Santiago, dicho de otra manera, fuera de los boliches de la Estación Central surgidos también por gracia y merced de los ferrocarriles y la influencia del comercio popular.
De aquella epopeya relegada en las tinieblas de los recuerdos humanos, precisamente, es que intentaremos hacer aquí un pequeño reencuentro con la memoria.
El Autor
En Santiago, año 2021
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