Los pequenes tenían el sabor de la noche

Antiguo vendedor de pequenes en las calles de Santiago, en postal fotográfica de la Casa León, publicada en el sitio FB "Postales y Fotos Antiguas de Provincias de Chile". Tomada del Flickr "Santiago Nostálgico".

La creencia popular tiene asociados los mariscales y alimentos marinos, en general, con las urgencias de “reponerse” físicamente después de una fiesta o para componer cañas malas por una buena trasnochada. La apertura de marisquerías del Mercado Central en las mañanas ha abonado a esta tradición, momento en que los ojerosos concluían cada alegre correría. Sin embargo, por largo tiempo fueron los pequenes aquellos que corrían con la misma tarea de resolver los bajones de hambre: antes, durante y después de la entrada a los clubes nocturnos y los barrios bohemios del Santiago, siendo uno de los principales el de Mapocho.

Los pequenes eran famosos en el Mercado Central, la Plaza de los Moteros, la entrada de calle Nataniel Cox, el paseo de la Alameda y la Plaza de la Recoleta, pero especialmente en los alrededores del “barrio chino” junto al río, quizá en donde más fueron consumidos. Estos bocadillos tenían un verdadero culto alrededor, algo que escasamente se observa hoy en la oferta de pizzas, choripanes, papas fritas, brochetas con carne de dudoso origen y algunos exotismos culinarios que aparecen en carritos o puestos callejeros en las concentraciones de recreación nocturna. Los pequenes hasta compitieron con los hot-dogs o completos cuando estos conquistaron popularidad tras ser importados al Quick Lunch Bahamondes del Portal Fernández Concha, hacia los años veinte o treinta, pero acabaron perdiendo tan desigual carrera.

Dentro de la gran familia de empanadas tradicionales en Chile, el pequén se caracterizó principalmente por un relleno carente de carne: su pino es preparado con cebolla, comino, ají de color y picante, muy jugoso y ardiente en la boca, ya sea frito u horneado. El huevo duro, la pasa y la aceituna también suelen formar parte de la receta. Decía Eugenio Pereira Salas en una nota de sus “Apuntes para la historia de la cocina chilena” que habrían sido cocidos originalmente al rescoldo. Hay quienes creen que era aderezado con aliños de procedencia araucana, con preferencia por las horneadas. El autor también informó de su notoria y cotizada presencia en el Valparaíso: “En las esquinas los pequeneros ofrecían las caldúas o el pequén, picante y encebollado”. Varios artistas e intelectuales elogiaron al pequén, como Andrés Sabella, Pablo Neruda, Benjamín Subercaseaux, Pablo de Rokha, Violeta Parra y Enrique Lafourcade.

Sorprende que con aquel digno currículo, entonces, los pequenes sean tan poco conocidos ya por la mayoría de la población y sólo hayan sido probados por un grupo ínfimo de iniciados… Algo extraño sucedió en su camino.

No es claro el origen del producto, pues las pocas fuentes u opiniones expertas que se aventuran en explicar su gestación parecen ofrecer una teoría distinta cada una: que se remonta al Colonia como la “empanada criolla”, que aparece entre mineros de las carboníferas o las calicheras, entre peones del campo, etc. La que mayor vejez le adjudica al pequén podría ser una que lo supone como la “empanada del pobre” y sin carne, fabricada en tiempos coloniales entre criollos y mestizos que robaban cebollas a sus patrones españoles o negociaban para adquirirlas de a muchas, más baratas que otros alimentos. Habría tomado el nombre de una pequeña ave rapaz (Athene cunicularia) parecida a la lechuza, algo que puede deberse a que los pequenes suelen ser de menor tamaño que las empanadas corrientes. Como predominan los de forma triangular y trapezoidal, también aludiría a la cara del ave, al ser invertido e interpretando con algo de imaginación los dobleces de la masa. No fue la única incorporación del ave de marras en el folclore del campo: pequén era tomado por sinónimo de tímido o empequeñecido, hablándose en algunas canciones de “apequenar” por avergonzar o intimidar, especialmente en rutinas de baile o festejo popular.

Hay muchas confirmaciones de la presencia casi secular de los pequenes en barrios santiaguinos, especialmente en Mapocho y La Chimba. Todo indica que estuvieron vinculados desde muy temprano a la venta popular, llegando a su máxime de gloria entre el Centenario y los años sesenta, a pesar de su antigua impronta en la sociedad criolla. Eran ofrecidos a la venta junto a huevos duros, pan amasado, tortillas y otras empanadas, para los cientos de visitantes y clientes de establecimientos como el Zeppelin, El Jote, el Club Alemán o La Posada del Corregidor.

Una típica vendedora de pequenes, diurna en este caso, en la revista "Sucesos", año 1912.

Venta callejera de pequenes y dulces en carrito ambulante, hacia los años sesenta. Imagen de las colecciones del Museo Histórico Nacional.

La antigua Casa Cicerón de Recoleta, en donde estaba la pequenera descrita por Carlos Lavín. Imagen del Archivo Fotográfico Sala Medina, Biblioteca Nacional.

El viejo aspecto de la Plaza de los Moteros, actual Plaza Matías Ovalle de Independencia, en imagen que acompaña el trabajo de Fernando Márquez de la Plata titulado "Arqueología del antiguo Reino de Chile". Fue famosa por sus ventas de pequenes, cerca del inicio de avenida Vivaceta.

En aquellas cuadras atestadas de cabarets, dancings y cigarrerías, visitantes extranjeros como el español Ramón Gómez de la Serna y el peruano Luis Alberto Sánchez conocieron el sabor del pequén, alumbrados por los pequeños faroles que solían llevar sus vendedores por extraña pero encantadora costumbre. Puede darse por hecho que otros famosos y adictos a esos locales también los degustaron, como el escultor Carlos Canut de Bon, los artísticos hermanos Retes, el cronista Raúl Morales Álvarez y tantos próceres más. Abundaban desde fines del siglo XIX alrededor del Mercado Central, además, el que concentraba quizá los negocios más distinguidos de todo este comercio en particular.

Plath comentaba que, ya hacia el año 1930 y mientras se encontraban estudiando leyes, poetas y escritores como Augusto Santelices Valenzuela, Julio Barrenechea Pino, Hernán Cañas Flores, Orlando Torricelli Díaz, René Frías Ojeda, Astolfo Tapia Moore y Oscar Waiss Band visitaban asiduamente el mismo barrio noctámbulo y “más de una vez, cuando ya venía el alba, comían pequenes en la puerta del Mercado”. Años después, Violeta cantaba nostálgica en París:

Quiero bailar cueca,
quiero tomar chicha,
quiero ir al Mercado
y comprarme un pequén.

Los había por cantidades en Independencia, Recoleta, Aillavilú, San Pablo y Bandera, entonces. En la Plaza de los Moteros, cerca de los inicios de avenida Vivaceta, se vendían los más populares pequenes picantes del lado chimbero. En la salida del Puente Los Carros, en tanto, su venta competía con la del pescado frito, y después con las sopaipillas y empanadas de queso. Siempre hubo esa especie de aura mágica de complicidad con el trasnoche por parte de esos comerciantes callejeros, como la describía Subercaseaux en su “Chile o una loca geografía” al referirse a las ventas de pequenes de Bandera llegando a Mapocho:

En la esquina se establece algún muchacho que vende tortillas o pequenes. Sobre los paños blancos que envuelven su mercancía (como si fuera un enfermo en una mesa de operación) descansa un farolito con la vela encendida. Apenas se ve la pequeña llama entre los potentes focos eléctricos y los avisos luminosos, pero el farolito sigue encendido por costumbre. Recuerdo, tal vez, de la vieja bohemia santiaguina, de sus calles obscuras y el débil alumbrado del gas.

Por su parte, Carlos Lavín recuerda en “La Chimba”, en los cuarenta, cómo se vendían también en la esquina de avenida Recoleta con calle Andrés Bello, hoy Antonia López de Bello, enfrente de la Plaza de la Recoleta Franciscana. Esto es justo en donde aún está la llamada Casa Cicerón de 1806 con su columna esquinera de piedra, monumento histórico en donde la leyenda urbana aseguraba que se escondía el prófugo guerrillero Manuel Rodríguez de sus enemigos realistas:

Como detalle más sensacional que pueda presenciarse en Santiago, persiste, en absolutamente toda su integridad, el cuadro colonial de la empanadera -siempre renovado- que por siglos y todas las noches, ha escogido el frente y la acera del típico caserón para instalar su banquillo portátil y el cajón plano en el que expende sus pequenes, tortillas y empanadas. Teniendo por telón de fondo el pilar de esquina obsérvase allí, desde la hora del crepúsculo hasta el amanecer, una anciana que luce como tocado un obscuro mantón semejando el histórico manto negro de sus antepasadas. La reconstitución colonial es absoluta y el cuadro realiza una situación de “suspenso” dedicada a los amantes de la tradición.

El genio insufrible De Rokha, por su parte, diría en su gloriosa “Epopeya de las comidas y las bebidas de Chile” mencionando aquellos puntos de ventas ribereñas de pequenes:

El farol del pequenero llora, por Carrión adentro, en Santiago,

por Olivos, por Recoleta, por Moteros y Maruri, derivando hacia las Hornillas, el guiso del río Mapocho inmortal y encadenado, como los rotos heroicos,

afirmación del trasnochador, les suele hacerles agua la boca a los borrachos de acero,

picante y fragante a cebolla, chileno como la inmensa noche del hombre tranquilo del Mercado, hombre del hombre,

y el pregón bornea la niebla mugrienta como una gran sábana negra.

La antigua fábrica de Pequenes Nilo en calle López esquina Pinto, en Independencia.

Los sabrosos y jugosos pequenes que se vendían en el local de Pequenes Nilo del Mercado Central.

Don Christian Rauld y el ya desaparecido local de Pequenes Nilo en el Mercado Central, en fotografía de LUN (20/08/10)

Sin embargo, el poderoso reinado de los pequenes en Santiago comenzó a oscurecerse con la misma época dorada de la nictofilia en la que alguna vez encontró alero; esa con la que convivía en calles de la estación y los mercados, y de cuyo pasado al servicio de la entretención sólo quedan recuerdos etéreos.

Al decaer el antiguo comercio conforme cambiaban también los gustos alimenticios y los accesos económicos, la enorme concentración de ventas del producto comenzó a desaparecer hasta casi no dejar huellas. En los setenta ya quedaban pocos vendedores de tendales, carritos o canastos, por lo que el pequén retrocedió otra vez al ámbito doméstico y las recetas de abuelas.

En el mismo Mercado Central en donde abundaron, sólo un bastión sobrevivió hasta tiempos recientes: Pequenes Nilo, del local 109, último recuerdo de los bocadillos y solitaria luciérnaga con cocina a la vista y mesas patulecas. Había crecido con la historia del barrio: su fábrica estaba en Independencia, administrada por Claudio y Cecilia Podestá Zúñiga en López de Alcázar con Aníbal Pinto, casi enfrente del desaparecido beaterío de las monjas verónicas. Sus pequenes debieron ser de los mismos que encantaron a De Rokha y a Violeta, vendidos en varios restaurantes como la Confitería Oxford de Alameda 1329, según se leía en la vieja prensa.

A mayor abundamiento, la fábrica había sido fundada en el siglo XIX por Federico Nilo, y hacia 1890 o 1891 comprada por el matrimonio de Pedro Podestá Lira y Luisa Gómez. Según un artículo de “La Tercera” (“La persistencia del pequén de La Chimba”, 2010) la pareja llegó tras haber trabajado en las minas de estaño de Bolivia. Hicieron traer desde Italia un horno Biggi que, por más de un siglo, siguió operativo en el mismo local, usado por el maestro pequenero Benito Conavil. Su receta era sencilla y tradicional: cebolla con ají de color y picante, más un trozo de huevo duro. Las puertas del taller solían llenarse de comerciantes con canastas, pues madrugaban esperando comprar y salir a venderlos por unidad en las calles, cantinas, hoteles, bodegas, residenciales y mercados.

Los mismos dueños instalaron el pequeño pero acogedor restaurante del Mercado Central, en donde los consumidores llenaban las mesas. Allí recomendaba antaño el consumo del pequén acompañado de té puro y un vaso de vino, antes de los endurecimientos en las restricciones al expendio de alcoholes. Decían que otros lo devoraban bebiendo una copa del folclórico guachacay. Se recordaba en el local, sin embargo, que cuando las meseras servían a sus clientes un poco de tinto acompañando al té caliente del pequén, la tradición lo llamaba vaso de “té frío”. Este bolichito fue administrado desde los noventa por don Christian Rauld, quien estuvo casado con una de las nietas de don Pedro. Según declaró a “Las Últimas Noticias” (“Él mantiene vivo a los pequenes”, 2010), antes había administrado la fábrica, desde 1970.

Los Podestá, tras cuatro generaciones, eran así dueños del último bastión de los pequenes. Nilo mantenía con ello un hilo matriz en la historia general de las ventas del producto, además de ser la orgullosa defensa y baluarte de la tradición. Para el año 2007, sin embargo, don Claudio se quejaba de que la mayoría de quienes consumían sus pequenes eran ya ancianos de 70 a 80 años.

Algunos políticos y dirigentes sociales iniciaron una campaña de rescate y cruzada para reponer al pequén en la tradición. El 6 de enero de 2008 fundaron un grupo llamado Agrupación Pro Defensa del Pequén, cuyo objetivo era “difundir y rescatar del olvido a este peculiar patrimonio cultural gastronómico de nuestro país”. El acta fue leída en el propio local de Pequenes Nilo del mercado por el notario Humberto Santelices: a la cabeza de los firmantes estaba el entonces senador Nelson Ávila y el ex canciller Enrique Silva Cimma, junto a Armando Silva, Ernesto Medina (presidente del movimiento ciudadano “Aquí la Gente”), Ernesto Treviño (economista y doctor en Educación de la Universidad de Harvard), Alejandro González y el propio señor Rauld. A su vez, miembros del club de Guachacas de Chile con Dióscoro Rojas al mando, incluyeron al pequén como iconografía propia e incorporaron la fábrica Nilo en su “Ruta Guachaca”, con un tour popular por Independencia.

Sin embargo, las sabrosuras picantes de Mapocho pertenecían ya a otra era, y el local de Pequenes Nilo cerró sus puertas en 2016, dedicándose sólo a ventas a pedido desde entonces. Aunque la empresa aún funciona con dirección en Las Condes, su tradicional taller de La Chimba fue desocupado y el clásico espacio del mercado hoy es de un expendio de comida extranjera.

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© Cristian “Criss” Salazar N. Los contenidos de este sitio están basados en las obras de investigación del autor tituladas "LA BANDERA DE LA BOHEMIA. Recuerdos de trasnoche en el 'barrio chino' de Mapocho" (Registro de Propiedad Intelectual Nº 2022-A-3489) y "LA VIDA EN LAS RIBERAS. Crónicas de las especies extintas del barrio Mapocho" (Registro de Propiedad Intelectual N° 2024-A-1723).

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