Andrés Sabella y la Logia del Tango

Andrés Sabella en enero de 1943. Fotografía de Tito Vásquez, publicada en revista “Patrimonio de Chile”. Cliente honorario de la Antoñana, fue el fundador de la denominada Logia del Tango.

Nacido en Antofagasta el 13 de diciembre de 1912, el poeta Andrés Sabella Gálvez visitaba tan seguidamente la Hostería Antoñana, de Bandera 826, que acabó siendo algo así como su mascota corporativa, más o menos. Su presencia asidua no extraña allí, pues vivió mucho tiempo en la cercana pensión de San Pablo 1274, junto a otros personajes de nombres que serían igualmente ilustres. Siguiendo al dedo la costumbre de los intelectuales que llegaban de forma regular hasta aquel barrio, con colegas y amigos como Teófilo Cid, Juan Uribe-Echevarría y Rodó Vidal solía tener allí reuniones eternas de tertulia, amenizadas por un brindis tras otro.

Varias amenidades eran recurridas en aquellos encuentros de la Antoñana, el Hércules y un café justo abajo del club Shangay. Se ha dicho que el menú ofrecido por la primera hostería nombrada a sus fieles clientes incluía una tosca delicadeza apodada “sándwich de los pobres” y que Sabella adoraba. Consistía en un pan untado en salsa de ají picante, como los que un cliente improvisaría en una mesa durante la hambrienta espera de la parrillada, mariscal o pernil de un restaurante criollo. Así aparece consignado, por ejemplo, en textos como la “Guía de patrimonio y cultura de la Chimba” de Editorial Ciudad Viva.

Aquella historia nace, sin embargo, del recuerdo efectivamente dejado por Sabella con otro de sus varios amigos, el poeta y pintor Manolo Segalá, quienes solían llegar juntos a la Antoñana en sus días de carencias económicas solo para comer de esas rebanadas de pan con la transubstancial unción picante, por razones necesidad más que por gusto o especialidad de alguna carta. Eran atendidos gratuitamente por un mozo del establecimiento apodado el Perón, debido a su semejanza con el militar argentino Juan Domingo Perón, según recuerdos alguna vez traídos de vuelta por el propio Sabella.

Cuando él y sus amigos llegaban a la hostería, además, reconocían afuera a un muchacho apodado el Mono Flores: un ex compañero del escritor y poeta en la Escuela de Derecho y quien, después de casi haber sido consumido por el demonio del alcohol, se ganaba la vida cuidando vehículos cerca del cabaret Zeppelin y lustraba zapatos en los ratos libres. El Mono corría hasta ellos estirando sus manos sucias antes de que entraran, a la espera de alguna de las propinas que solían darle, como se lee en el trabajo biográfico “Andrés Sabella Gálvez” de Matías Rafide, otro testigo y miembro de aquel círculo.

Mario Ferrero, por su parte, decía en “Escritores a trasluz” que en aquella cofradía de amigos procuraban que todas sus grandes reuniones y encuentros con compañeros e intelectuales tuvieran lugar en el mismo boliche, en donde Sabella era uno de los mejores y más queridos clientes, siempre liderando al grupo. Recordando sus días como militante socialista, escribe Ferrero al respecto:

Un día, la dirección del Partido tuvo la genial iniciativa de enviarnos a trabajar al frente de la paz. Y como Andrés tenía fama de bohemio, trasnochador, hablador poco discreto y amigo de todos en el mundo, me encomendaron a mí la misión de cuidarlo, de preservarlo de sus tentaciones humanas y de evitar, en lo posible, el ornato literario en sus intervenciones políticas.

El resultado de tan absurda misión es obvio: al poco tiempo, en lugar de uno, había dos bohemios en las luchas intelectuales. Todas las reuniones, manifiestos, planes y controles, los realizábamos en “La Antoñana”, un restaurante bailable de la calle Bandera, del que Sabella era una especie de presidente honorario. Allí hicimos casi completa nuestra campaña de la paz y obtuvimos no menos de mil firmas para el famoso llamado de Estocolmo. Los adherentes eran muy extraños: músicos de mala fama, comerciantes ambulantes, niñas mustias, profesores amargos y destartalados y muy de vez en cuando un personaje, auténtico personaje que solía caer atrapado en la llama de la noche.

Allí también se estrenaron los grandes éxitos musicales de Andrés Sabella, porque nadie sabe que Andrés, además de escritor, dibujante, pintor, actor, periodista, profesor y conferenciante, escribía canciones, especialmente boleros románticos que el Guatón Zamora estrenaba, en las noches de gala, frente a su orquesta de “La Antoñana”.

Postal de Gardel que circuló en Chile, retratado en sus inicios y vestido de fantasía gaucha. El Zorzal Criollo fue parte de las inspiraciones para la Logia del Tango.

Publicidad para la Hostería Antoñana de Bandera 826 en la prensa impresa. El establecimiento fue la sede de la Logia del Tango.

Tres obras de ilustración de Andrés Sabella para el escritor Luis Rivano, en la exposición. Colección de la Librería Luis Rivano, en la Biblioteca Nacional (2018).

Como amante de la obra de luceros como Carlos Gardel, Francisco Canaro, Discépolo, Eduardo Arolas y las orquestas tangueras de moda en esos años, Sabella también fundó la llamada Logia del Tango durante esas excursiones musicales del “barrio chino”. Lo hizo con el violinista Eduardo Maturana, quien tocaba a la sazón en la Antoñana. Dicha agrupación vino a ser otra de las grandes curiosidades culturales de aquel barrio en sus años de esplendor.

En un texto suyo titulado “Tango del tango”, distribuido por publicaciones del club de la Hermandad de la Costa y de la que Sabella también era miembro, se reviven -cual manifiesto- los principios de la singular Logia de trasnochadores:

Quien baila un tango no debe ignorar que se juega la Vida y la Muerte, que de los bandoneones puede escaparse un rayo y fulminarlo, que los verdaderos “entanguizados” se reconocen por aquella lágrima que nunca termina de caer de sus pupilas. En las noches de Bandera, en 1949, fundamos la Logia del Tango, con Eduardo Maturana, quien deambulaba por el “American Bar” y “La Antoñana” balanceando la caja de su violín. Theo Gantz, Sergio Casas, Juan Ibáñez Cuevas, el restaurador de cuadros habilísimo, y el legendario “Mono Flores” la componían. Llorábamos el tango. Con la madrugada salíamos a la calle, seguros que, alguna vez, aparecería el fantasma de Eduardo Arolas, “El tigre del bandoneón”, para sacarnos del mundo y dejarnos a las puertas del infierno, escuchando los tangos no escritos todavía: único premio a que pueden aspirar los enamorados de La Morocha y los rechiflados por los ojos de Malena.

Había más intelectualidad presente en la Antoñana, por supuesto. En "El Santiago que se fue", Oreste Plath señala que, de cuando en cuando, aparecía en ella un escritor de Valparaíso que firmaba Max Mirof o Enrique Miranda, de gran actuación en el radioteatro de esos años. “Algunas noches se escuchaban boleros, cuya autoría pertenecía al poeta Andrés Sabella”, agrega. De hecho, Sabella también estrenó en la Antoñana algunos de sus temas musicales, aspecto de su vida que es poco conocido al perderse entre su contundente hoja de vida como un escritor fundacional de la Generación del 38 y aun en otros roles.

Sabella, Cid y sus amigos todavía siguieron reuniéndose en la Hostería Antoñana y ocupando esas mesas durante algunos años más, mismas en donde se encontraban también con próceres como Alberto Salcedo y Juan Ibáñez, otros asiduos concurrentes del club... Pero es bien sabido: son más cortos los tiempos humanos que las obras humanas.

Tras la abrupta partida de Sabella dejando Santiago tras 21 años de residencia y con la muerte de Cid en 1964, el prolífico grupo de amigos y cofrades desapareció, al igual que iba a suceder con la mejor época de la entonces famosa hostería. Sabella, el escritor que impulsó el concepto geográfico del Norte Grande y cuyo nombre ostenta hoy el Aeropuerto de Antofagasta, lo seguiría años después en el obituario, partiendo de este mundo el 26 de agosto de 1989.

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© Cristian “Criss” Salazar N. Los contenidos de este sitio están basados en las obras de investigación del autor tituladas "LA BANDERA DE LA BOHEMIA. Recuerdos de trasnoche en el 'barrio chino' de Mapocho" (Registro de Propiedad Intelectual Nº 2022-A-3489) y "LA VIDA EN LAS RIBERAS. Crónicas de las especies extintas del barrio Mapocho" (Registro de Propiedad Intelectual N° 2024-A-1723).

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