El barrio bohemio de Mapocho según Subercaseaux, Bunster y Acevedo
El barrio hacia 1920, en imagen del archivo Chilectra. Se ve la histórica parada del tranvía llamada Garita Mapocho, enfrente de Estación Mapocho. Junto al poste de luz, a la derecha, está atrás del desaparecido edificio el Buque y parte de aquel en donde está hoy el Hotel Central con el bar Touring, cuyo local se ve sobre la cabeza de la mujer. Al fondo, tras los muros blancos, el sector en donde estaba ya entonces la cantina y restaurante Santiago Antiguo, después llamada La Piojera.
Buscando nutrir y adecuar un intento de exordio para esta obra, recurrimos a las descripciones formuladas por tres testigos y actores de lo que fue el “barrio chino”: una hecha en sus años de oro, otra con reflexiones ya en los días de su ocaso, y la última ya desde los recuerdos idealizados. Son ilustrativas y parecen apropiados por su volumen o precisión entre las varias reseñas que se han hecho con sus características, unas de ellas ligeras y con prisa, otras más profundas.
Partimos aferrándonos a un fragmento de la famosa obra “Chile o una loca geografía” de Benjamín Subercaseaux, al ofrecer una precisa descripción del barrio aún en sus días de apogeo, hacia 1940:
Estas calles de diversiones, como es la última cuadra de Bandera, tienen una variada apariencia, según las horas del día o de la noche.
A las diez, ya están abiertos los cabarets y se repletan los bares. Los avisos luminosos brillan afuera, como en un día de lluvia, sobre la calle y la acera recién lavada; pasa el regador nocturno y los ociosos deben abrirle cancha para no ser alcanzados por el chorro de su potente manguera. Por las puertas entreabiertas de los “dancings” salen bocanadas de música y de aire confinado, azuloso. Los tranvías pasan de tiempo en tiempo, con un ruido de fierros viejos y destemplados. En la esquina se establece algún muchacho que vende tortillas o pequenes. Sobre los paños blancos que envuelven su mercancía (como si fuera un enfermo en una mesa de operación) descansa un farolito con la vela encendida. Apenas se ve la pequeña llama entre los potentes focos eléctricos y los avisos luminosos, pero el farolito sigue encendido por costumbre. Recuerdo, tal vez, de la vieja bohemia santiaguina, de sus calles oscuras y el débil alumbrado del gas.
Así se mantiene la calle Bandera hasta la madrugada. Los tranvías dejan de circular poco a poco, y los grupos callejeros se tornan más comunicativos. Alguna reyerta estalla sobre el pavimento húmedo, que se cubre con sangre o con vino. No siempre es fácil distinguirlos.
Por fin, empalidecen el cielo y el entusiasmo de los trasnochadores; los focos se apagan; cesa la música y comienzan a circular los primeros tranvías. Pasan algunos obreros soñolientos que van a su trabajo, y miran cómo la escoba barre la orgía de esa noche que ellos no vieron.
Detalle de fotografía de la ribera del Mapocho junto al Mercado Central hacia 1910-1920. Se observa el área construida antes de las expropiaciones y demoliciones de fines de los años veinte, que abrieron parte de la Plaza Venezuela y la avenida Balmaceda.
Dos imágenes del mismo barrio, en 1916, publicada por la revista "Sucesos". A la izquierda, la esquina suroriente de San Pablo con Puente, vecina al mercado Central, en la que se observa parte del edificio que aún existe y que ocupó el restaurante La Playa Chonchi (hacia la izquierda). A la derecha, los bares y antiguos inmuebles coloniales de las calles Zañartu (actual Aillavilú) con Ernesto Riquelme (actual Gabriel de Avilés), con el altillo que habría pertenecido antes al corregidor Luis Manuel de Zañartu.
Esquina de Mapocho (actual avenida Balmaceda) con Ernesto Riquelme (actual Gabriel de Avilés), en imagen publicada por la revista "Sucesos" en 1916. Se observa que el edificio hotelero de la esquina con Bandera y que aún existe, ya estaba construido.
Los dos principales polos de influjo popular en el origen del barrio bohemio de Bandera, hacia 1920: el Mercado Central, con su intenso comercio, y al fondo la Estación Mapocho con toda la actividad hotelera y recreativa derivada. Imagen publicada por sitio Fotografía Patrimonial.
Imagen de calle Bandera mirada hacia el sur, en la cuadra del 800, publicada en "La Nación" del 18 de septiembre de 1938. El edificio de dos pisos y más alto era el que alojaba originalmente a ambos establecimientos, por el costado derecho del encuadre. También se distinguen las fachadas y carteles colgantes de los establecimientos Hércules, Estrella de Chile y Cabaret Zeppelin.
La otra cita de nuestras gratitudes, del escritor y periodista Enrique Bunster, aporta su propia interesante descripción del barrio desde “Recuerdos y pájaros” de 1968, reconciliando al autor con los recuerdos de correrías jóvenes por él, de paso. En ella se revive con un poco más de amplitud temporal el caso del barrio bohemio de Bandera, adelantando ya los nombres y virtudes de algunos de los que fueron sus principales boliches de reunión:
Así la etapa difícil se hizo llevadera, y hoy puedo recordar al “Barrio Chino” de la calle Bandera sin disgusto y hasta con simpatía, porque me fue provechoso sin llegar a ser dañino.
¿Cómo evocar este rincón bohemio sin empezar por el Zeppelin? Es la levadura del barrio, es su flor nocturna, su farol inapagable y su álbum de recuerdos. Existe desde que tengo memoria, y el letrero luminoso en forma de dirigible señala el caso sin precedentes en Chile de un establecimiento de diversión contra el cual nada pueden el tiempo, las modas ni los caprichos del público. Decenas de cabarets, boites y quintas de recreo decayeron y cerraron sus puertas; el Zeppelin continúa, y sus clientes de hoy pueden ser los nietos de sus primeros parroquianos. De manera que el Zeppe, como le llamamos sus amigos, ya está enquistado en la tradición santiaguina y trascenderá a su historia. En su pista cuadrilátera se exhibieron las primeras bailarinas nudistas. (…)
En esta cuadra corta de Bandera cabe el grueso de la bohemia nocturna de la capital, con su alegría de pólvora húmeda que sólo permite sobrevivir a unos pocos bares y cafetines. Los Würlitzer ensordecedores, el strip-tease y los mágicos vinos del país son impotentes para divertir a este pueblo de medio luto. A la una de la mañana la “calle brava” bosteza de sueño y todo el color local se reduce al deambular de pequeneros y tortilleros y a pláticas de esquina entre individuos de equilibrio precario y ojos vidriosos. La noche del sábado, el Barrio Chino intenta reanimarse y se llena el cabaret Hollywood, donde solía concurrir la María, mi mucama. (¿Quiénes serían sus galanes? Le oí decir que lo pasaba “del uno”). Revive también el Hércules, histórico restaurante y bar adonde iba Neruda con sus amigos, en la década del treinta, a comer tallarines especiales a un peso el plato. Una fotografía muestra al poeta, entonces esbelto y apolítico, empinando la botella de tinto como un veguino en día de pago.
Desde la calle San Pablo competía El Jote, que tuvo el honor de ver su nombre asimilado a la historieta de don Fausto y Crisanta. Pasada la media noche, obreros municipales regaban la calle con gruesas mangueras para que floreciera el nuevo día. Y pasaban pacos con cogoteros presos y victorias cargadas de curados cantando. (…)
Finalmente, invocamos al artista nacional Nano Acevedo, quien asistía al barrio acompañado de Roberto Contreras Lobos, poeta que “escribía largos y ardientes versos a la dueña de una casa galante que, en el paroxismo enviaba botellas y más botellas a nuestra mesa para esa señora tan sedienta que es la inspiración”. El músico nos dice en “Los ojos de la memoria” de 1995, mirando al “barrio chino” hacia el pasado, ya extinto:
Ni Neruda se salva en esto de recorrer el pecador “Barrio Chino” de Santiago que quedaba allí en calle Bandera entre San Pablo y General Mackenna. Una procesión de fieles adoradores de “Baco” o de las estupendas comidas del “Hércules” donde nadie salía insatisfecho, se daban “cita apenas la medianoche caiga sobre el Río Mapocho”. En el “Zepelín” cuyo primer dueño fue Ruggio Ardito, se presentaba el ballet de Joe Brady quién tenía de “prima ballerina” a Naná Kirbis que era su hermana; Lily Arce comenzó bailando y con el transcurrir del tiempo fue continuadora de ese local. Trabajaban al menos 10 bailarinas y una orquesta de 15 músicos, sólo en ese punto de Santiago, veinticinco artistas de la noche tenían trabajo. Pero había más, mucho más, recuerdo haber subido las escaleras del “Ciclista” donde se reunía el ambiente del espectáculo después de la jornada, también “La Antoñana” que pisaron muchos poetas de la época dorada, aquellos vates que sí vivían como tales y en esos mesones lacres donde a ratos se volcaba una copa de licor, amontonaron el escrito pasional, dedicado a esas bailarinas exóticas de ojos rasgados y caderas esponjadas que, a la luz de la madrugada y la poesía parecen verdaderas reinas. (…)
También “El Jote”, “El American Bar”, “El Dragón Rojo”, componían ese abanico del “Barrio Chino” donde el amor y los sueños se echaban a los dados y así una boca roja inauguraba el amanecer con la frescura de los veinte años, en ese pasaje del tiempo donde nos creemos inmortales. Vi la daga remecer la luz quebrada del farol y deslizarse, caer de la noche hacia arriba a la mujer más dulce atrapada en un sueño.
Gran paradoja, entonces, es la que queda al descubierto o como resabio de boca después de haber examinado estas citas: el vigor y la identidad que tenía el “barrio chino” hacen menos comprensible el ocaso sin remedio de su brillo y el despiadado desdén de la historia urbana para tantos rasgos rotundos y únicos que tuvo en la gran semblanza santiaguina como sede de intelectualidades, de la bohemia nerudiana, de destacados pintores y de los más viejos espectáculos del vodevil criollo.
Aquella es, sin embargo, una motivación más para tratar de sacar del claroscuro de crónicas y memorias a este importante episodio de la vida social y cultural de Santiago, aunque sea de manera incompleta.
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