Los brindis de un poeta trágico y maldito

 

Pedro Antonio González (1863-1903), el poeta maldito que vivió entre los antecedentes y precursores de la bohemia intelectual de Mapocho formada entre fines del siglo XIX e inicios del XX, por el sector de boliches entre Bandera y Puente que hacían frente al río.

Hacia fines del siglo XIX y principios del XX, entre una a dos docenas de cantinas y restaurantes tipo posadas existían por el contorno de cuadras del Mercado Central, algunos de ellos reconocidos como antros de muerte fácil. Muchos estaban en el sector de calle Puente y otros hacia Bandera, casi enfrente de donde se construía aún la Estación Mapocho y, para disgusto de los críticos, afeando enormemente el paisaje urbano que era la presentación de la ciudad.

Otras cantinas, bodegas y restaurantes se extendían por la línea al oriente de calle Mapocho, así llamada por ser la del contorno costanero del río por su costado sur. Eran sucuchos en antiquísimos inmuebles que daban forma a aquella cara de la manzana, y de los que han quedado algunas imágenes publicadas en medios como la revista “Sucesos” en 1916, por el sector entre 21 de Mayo y San Antonio. Hubo cierto intercambio posterior de aquellos sectores de la ribera con el “barrio chino” de Bandera, principalmente por el tipo de oferta y las características del público, como sucedió ya en los treinta con la Posada del Corregidor en la ex Plaza de las Ramadas de calle Esmeralda.

Los más relacionados con el Mercado Central estaban, sin embargo, en el sector de Mapocho en la cuadra poniente, en grupos de inmuebles ya desaparecidos y que se hallaban casi encima del área ocupada ahora por la Plaza Venezuela, enfrente de la gran estación del ferrocarril que, por entonces, aún no existía.

Previsiblemente y a pesar de la fama o de los constantes reclamos en medios de prensa, aquellos establecimientos antecedentes o precursores de la bohemia del barrio se irían volviendo magnéticos para literatos y creadores, especialmente para poetas malditos y trágicos como Pedro Antonio González, Antonio Bórquez Solar y, más tarde, un joven y cándido Alberto Rojas Jiménez,  quien habría alcanzado a conocer también a El Canario Navegante, según Enrique Bunster. Todos ellos bastante dados a los placeres del vaso en esa clase de mesas, por supuesto. Y si hacia los años veinte ya se iba a hacer muy habitual la presencia de vates y escritores en el barrio de estos encantos, incluido Neruda, salta a la vista que una generación anterior de intelectuales muy desdichados había iniciado esa comunión nocherniega, romanza que perduró por largo tiempo.

González, particularmente, era todo un caso en la bohemia de principios de siglo. Oreste Plath dice en “El Santiago que se fue” que, a la sazón, había convertido el primer local de la tradicional cantina El Quita Penas, junto al cementerio, en uno de sus lugares favoritos tras llegar a Santiago.

El excéntrico rapsoda partía periódicamente hasta Mapocho acompañado por Bórquez Solar, buscando los rústicos bares que había entonces por la calle del Mapocho entre Puente y Bandera, más o menos. Según detalles que da Daniel de la Vega en la revista “En Viaje” (“El alma en la taberna”, 1963), Bórquez Solar no simpatizaba mucho con el ambiente de esos antros, pero el primer poeta chilote y referente del modernismo en el país, quien había trabajado como profesor y coqueteaba también con la política, iba de todos modos solo para escoltar al sufrido y necesitado González, ya que disfrutaba bastante de su presencia.

Imagen de calle Puente hacia el sur en los archivos fotográficos del Museo Histórico Nacional, fechada hacia 1880-1890. Un tranvía "de sangre" transita por calle San Pablo hacia el poniente. Se ve parte del Mercado Central a la izquierda y la torre de la Catedral Metropolitana de fondo.

Postal fotográfica coloreada de Mapocho, de Adolfo Conrads, hacia el Centenario o poco después. Publicada en Biblioteca Nacional Digital. Por el lado de La Chimba, tras el obelisco y el antiguo puente a avenida La Paz, se ven las plazas, el gran galpón de zapaterías y la explanada que sería después el Luna Park, lugar posteriormente ocupado por las pérgolas y el Mercado Tirso de Molina. Tras él, los galpones gemelos de tranvías que hoy albergan a La Vega Chica. Por el lado del Mercado Central, en tanto, se ve parte de su edificio, las salidas de calles Puente y Bandera (en donde está el Casino, en la esquina), los tranvías y la línea de establecimientos que existían hasta encima de lo que será la Plaza Venezuela y la antigua estación de transportes, por donde estuvieron algunos de los primeros bares históricos de Mapocho.

Detalle de fotografía de la ribera del Mapocho junto al Mercado Central, hacia 1910-1920. Se observa el área construida antes de las expropiaciones y demoliciones de fines de los años veinte, que abrieron parte de la Plaza Venezuela y la avenida Balmaceda. Los Canarios quedaba hacia este sector de desaparecidos locales que se ven al costado derecho de la imagen, entre las esquinas de Bandera y Puente.

La casa de Salas 238 en el barrio de La Vega, en donde habitó sus últimos tiempos de vida el poeta González, en imagen publicada en el homenaje que rindiera para él la revista "Pluma y Lápiz".

Último autógrafo dado por el poeta Pedro Antonio González, símbolo de la bohemia chimbera y mapochina del cambio de siglo, en la revista "Pluma y Lápiz", 1903.

De la Vega describe aquellos extraños encuentros, especialmente en sus visitas al bar Los Canarios, también situado cerca del río y casi metido en la Plaza Venezuela de la ribera, el que a veces es mencionado como El Canario Navegante, mismo nombre que ostentó una bodega y taberna de calle San Diego, más tarde. Decía algo, además, de los arrebatos de Bórquez Solar ante su amigo:

Apoyado en un bastón hablaba a gritos de la inmortalidad que les esperaba, pero González no le escuchaba. Cabizbajo, sumido en su embriaguez interminable, era capaz de resistir que le leyeran un editorial de “El Ferrocarril”.

El atormentado González tenía casi toda la existencia metida en cantinas, a esas alturas. Tras haber abandonado sus estudios en leyes, su vida se había vuelto en nada más que un imparable deambular por diferentes bares, cafés, ranchos, bodegas, buhardillas, cuartos redondos y conventillos, sobreviviendo de la poca paga que recibía por trabajar en un par de periódicos y, cuando podía, dando también clases particulares.

Melancólico y solitario, el depresivo hijo de Curepto era irreverente al punto de escribir su desvergonzada “Oda al peo”, ni cercana siquiera a la mesura del “Poema al pedo” ofrecido por Quevedo en el Siglo de Oro. Comenzaban así sus insolentes versos:

Yo te saludo, oh emanación del poto!
Augusto prisionero
que llegas a golpear el agujero
con vivísimas ansias de lo ignoto.

Pero, ¡ay, más espantosa
que los negros volcanes de la tierra
es la tapada fosa
que tus gigantes ímpetus encierra!

Ahí se guardan, es cierto,
infinitos olores.
Aunque no son las perfumadas flores
con que se ostenta aderezado el huerto.

Su fascinante e irresistible instinto de perdición por las noches ya había sido confesado en su único libro publicado en vida: “Ritmo”, de 1895. Expresaba allí, en el más conocido de sus poemas, titulado “Monje”:

Noche. No turba la quietud profunda
con que el claustro magnífico reposa
más que el rumor del aura moribunda
que en los cipreses lóbregos solloza
.

Las escasas alegrías y las muchas penas del maulino se diluían por igual en esos días, durmiendo sus ebriedades. Y quizá haya sido en alguna barra sucia de aquellas donde compuso sus versos enamorados para Ema Contador, estudiante adolescente a la que desposó vestida aún en su uniforme colegial:

¡Ema! Perdona que yo a solas llore
Cuando tu imagen en silencio evoco.
Perdona que yo te ame, que te adore,

con el delirio de un poeta loco.

Podrá sonar romántica la relación del trovador de mirada estrábica y bigote de enredadera con la mismísima delicia nocherniega, pero en ese mismo lado perverso del contrato de la vida el alcoholismo y la miseria ya lo consumían, hallándose en tránsito por sus últimos años de vida mientras vivía en una casita de Salas 238 que todavía existe, hoy convertida en otro de los negocios alrededor del Mercado de La Vega.

Arruinado y siempre sin dinero, sus cuentas eran generosamente pagadas por su amigo el también escritor Antonio Orrego Barros, así como varias deudas que contraía constantemente en las cantinas, por tan mendiga situación. Otros de sus amigos como Francisco Contreras y Marcial Cabrera Reyes revelaron que siempre lo encontraban vagando mal vestido, decadente y apoyándose tembloroso en su bastón, con un libro o un lote de papeles bajo el brazo.

González no resistió mucho más en tales condiciones: falleció el 3 de octubre de 1903, en la Sala San Carlos del Hospital San Vicente de Paul. Tenía solo 40 mal vividos y muy deteriorados años. Los médicos ya habían advertido, oportunamente, que continuar con la eterna danza de copas y botellas le quitaría la vida, pero él prefirió no postergar la despedida a su memoria en las cantinas que le sirvieron de últimas guaridas de genio alcohólico. Varias revistas le rendirían un homenaje póstumo al conocerse la noticia, siendo particularmente extenso el de la gaceta “Pluma y Lápiz”, en su edición del 1 de noviembre.

Su turbio y cochino vaso en las todavía más inmundas barras primitivas de Mapocho, de ese modo, dejaría de ser servido para siempre.

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© Cristian “Criss” Salazar N. Los contenidos de este sitio están basados en las obras de investigación del autor tituladas "LA BANDERA DE LA BOHEMIA. Recuerdos de trasnoche en el 'barrio chino' de Mapocho" (Registro de Propiedad Intelectual Nº 2022-A-3489) y "LA VIDA EN LAS RIBERAS. Crónicas de las especies extintas del barrio Mapocho" (Registro de Propiedad Intelectual N° 2024-A-1723).

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